Vivimos tanto hacia fuera que no somos conscientes de lo que poseemos dentro. De tanto actuar, ejecutar, cumplir, redimir, parecer y ejercer, nos olvidamos ser. Miramos sin mirarnos, decimos sin decirnos, soñamos sin soñarnos.
Cada día dedicamos más tiempo y energía a quienes nos rodean y menos a nosotros mismos. Olvidamos que mientras la decisión y la acción nos hacen, la sensibilidad y el sentimiento nos moldean. El insensible reloj del estrés nos escondió el tiempo del cálido estar, el de los sublimes momentos de hundir nuestros dedos hambrientos de vida en la arcilla ligera, húmeda y resbaladiza del alma. Nos descompensamos y así vamos, caminando cojos del amor más importante: el propio. Olvidamos acariciarnos.
El drama del sinsentido es renunciar a cada uno de nuestros cinco sentidos. Ese deambular entre refinados matices de colores y no verlos, ese rodearse de exquisitas vibraciones de vida y no oírlas, ese envolverse de aromas que tensan nuestras emociones y no olerlas, ese negar a cascadas de sabores su breve y genial estallido de gusto, ese mutilar el glorioso tacto de la piel consentida y convertirlo en hiel amortecida.
Fuimos concebidos como fuentes inagotables de sensibilidad, que es el orgasmo sublime del intelecto. Qué limpia me llega Alba Molina con su voz cargada de vida y fuerza cuando desde mi iPod me canta: "libérame del perdón de los que nunca sintieron".
abecerra@adn.es
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