La serenidad es ese sublime estado de ánimo en el que no hay viento que te despeine las neuronas.
En un momento de su existencia hay quienes, porque deben educar, dirigir, juzgar o conducir la vida de otros, entre sus atribuciones tienen dos que marcan los límites extremos de su poder: decidir entre el premio y el castigo.
Cuando premian reconocen, exaltan e incluso, a veces, ponen como ejemplo los méritos de alguien. En mayor o menor medida, en cada premio hay una actitud de admiración.
Cuando castigan evidencian su desacuerdo y repudio, que llega hasta su capacidad para excluir a alguien de un determinado bien. En mayor o menor medida, en cada castigo hay la actitud de un concreto desprecio.
Señalar y decidir la admiración o el desprecio, porque eso es ejercer justicia, siempre depende en grado sumo de la mano que mece la balanza.
El trato de premio o castigo que se da a los hijos, a los alumnos, a unos trabajadores, a la sociedad e incluso a todo un pueblo, cuando se convierte en manifiesta decisión de admiración o desprecio se vuelve trascendente para quien lo recibe, porque muchas veces marca sus huellas de identidad más profundas y determinantes: las de sus sentimientos.Y lo que sentimos siempre es lo que después reproducimos.
Para quien ejerce cualquier poder, la serenidad es un bien supremo. Y lo que más le desprestigia y con el tiempo le perjudica, es tener su balanza torcida.
Ángela Becerra