Ángela Becerra. Magia y simbología al servicio de las emociones o cómo sortear el dolor de lo imposible

Este reportaje, o mejor dicho, estudio a cerca de la obra de Ángela Becerra, es uno de esos tesoros escondidos en internet. Llegué a él de casualidad, pero sin duda alguna, es de lo mejor que hemos publicado en esta web. Este reportaje por Sònia Hernández se realizó con motivo del homenaje Ángela Becerra el pasado 27 de marzo en Cartagena, con motivo del IV Congreso Internacional de la Lengua Española. Un beso a todos! Julio Monje




Sònia Hernández

El pensamiento mágico es aquel que se atribuye a los niños, atendiendo al supuesto que todavía no conocen los mecanismos más duros de la realidad: su inamovilidad, su exasperante fidelidad a la relación entre causa y efecto, entre espacio y tiempo. No es que considere del todo cierto la bondad inherente a la infancia, ni que mitifique la infancia como el lugar más dulce en el que hemos residido, pero sí creo que por sencillas razones demostrables científicamente, el ser humano en su etapa más temprana no es consciente del funcionamiento del mundo y sus normas, por lo que su pensamiento responde a otro tipo de leyes al ser motivado por su imaginación o su ignorancia. Es decir, cuando se produce un desconocimiento del mundo, tendemos a inventar, imaginar o idealizar lo que no sabemos. Y transitando este tortuoso camino que amenaza con difuminar su final, llego al pensamiento mágico, un concepto que tomo de la escritora norteamericana Joan Didion, formulado en su excelente tratado de duelo El año del pensamiento mágico, publicado recientemente en España.
Así como no creo en la bondad presupuesta de la infancia, tampoco creo a pies juntillas en el presupuesto que para hablar de una autora haya que hablar primero de otras con las que la escritora en cuestión se sienta identificada. Además, no creo que entre Joan Didion y Ángela Becerra se pueda establecer un paralelismo obvio. Sin embargo, desde el primer momento en que se me propuso el tema de la magia y la simbología a favor de los sentimientos en la obra de Becerra, no se ha apartado de mí el recuerdo del emocionante libro de Didion, quien, en un momento en concreto, escribe: “Pensaba como los niños pequeños, como si mis pensamientos y deseos tuvieran el poder de alterar la narración, cambiar el desenlace”. La escritora norteamericana está explicando todo cuanto pasó por su mente durante el año que sucedió a la muerte de su marido, el también escritor John Gregory Dunne. Además de una infinidad de matices y detalles de todos los años de convivencia de los dos escritores, Didion repasa obsesivamente los últimos momentos, cuando vio cómo su marido se desplomaba sobre la mesa en la que habían cenado y estiraba uno de sus brazos pidiéndole ayuda. El pensamiento que la tortura es qué podría haber hecho ella y que podría hacer para cambiar aquel momento clave. Y llega a estar convencida de que sus sentimientos y su voluntad serán capaces de alterarlo. Razón por la que se resiste a regalar su ropa o sus zapatos, porque ¿qué ropas vestiría su marido en caso de que regresara a su casa?
Uno de los aspectos más duros de la obra de Didion es descubrir que esa fuerza, que el pensamiento mágico, no es capaz de transformar la realidad como a nosotros nos gustaría. Y tras ésta larga, aunque espero que útil, introducción, llego a su contrapunto: la obra de Ángela Becerra; porque allí sí es posible que la realidad, que la climatología, que el espacio e incluso el tiempo se adapten a la fuerza del deseo de los protagonistas. Sin embargo, que nadie se llame a error, porque esto no significa que en sus novelas todo sea cándido y satisfactorio, o que las cosas suceden exactamente como uno ansía o sueña, porque igualmente pueden manipular la realidad las energías positivas como las negativas, aunque mayoritariamente sean las positivas las que acaben imponiéndose. Al fin y al cabo, Becerra escribe para vivir las historias que sueña, y aunque no evita ni se ahorra los aspectos más duros de la existencia, sí que quiere que, por lo menos en sus novelas, la experiencia tenga una resolución positiva, lo que no quiere decir un final feliz. Escribe evitando el dolor, cosa que no significa que éste no exista, como explica una de las personajes que atraviesa fugazmente El penúltimo sueño, “una mujer vestida de rojo que decía llamarse Margarita”, mientras habla con uno de los personajes principales, Joan Dolgut –y aquí apunto uno de los temas que volverá a aparecer más adelante: la connotación de algunos de los nombres escogidos y que no es más que una muestra de la mímesis que se produce entre la realidad y los sentimientos–, dice Margarita:
“Apechuga con el dolor de lo imposible. Vivirás lamiéndote la herida, tragándote las lunas insomnes, yéndote de tus pensamientos sin irte, viendo sin mirar, viviendo prisionero entre las sombras. ¿Qué te crees tú? (…) Antes de ser loca, fui enamorada. Aprendí a atravesar la noche con suspiros, puñales de vacío. Me enamoré del que no debía, y empezó a rondarme la locura, hasta instalarse dentro. Ahora soy feliz. He comprobado que en este mundo de diferencias, cuanto más loco, más cuerdo estás. Hazme caso: aprende a vivir con lo que eres. Separa el deseo de la intención”.
Precisamente, para no vivir como esta mujer de rojo, para no renunciar a los sueños y la fuerza que proporcionan, Ángela Becerra crea su propio pensamiento mágico, su llamado idealismo mágico, que de nuevo no es más que la capacidad de la imaginación, de los sueños para definir una realidad distinta a la que percibimos los humanos al abrir los ojos cada día. Si bien una de las principales funciones de la literatura siempre ha sido la de imaginar un mundo mejor, o como mínimo diferente, en el que sentir más, en el que vivir más aventuras, conocer lugares a los que nunca se ha viajado porque a veces ni siquiera han existido, lo novedoso o particular en Ángela Becerra es que lo que está haciendo es reclamar que los sentimientos –y no hablo sólo del amor romántico o de pareja– pasen a un primer plano en las prioridades y los anhelos de las personas. Aunque cuando Becerra presentaba sus libros a las editoriales escuchó cómo le decían que “el amor no está de moda”, o precisamente por eso, para demostrar el error de tal planteamiento, no sucumbió y siguió con su convencimiento de poner en la vanguardia las historias de amor que habían de ser, en las propias palabras de la autora en una entrevista mantenida con quien esto escribe: “un canto optimista a la vida y los sueños”.
El optimismo de este planteamiento, como ya he apuntado, no se encuentra en el hecho de que las historias tengan que acabar bien, sino en las miles de posibilidades que se abren cuando se atiende a las sensaciones y a los descubrimientos que puede alumbrar el cuerpo cuando se le hace caso. En De los amores negados, su primera novela, Fiamma dei Fiori y Martín Amador, tras vivir una historia que se podría considerar más o menos convencional de pareja, experimentan por separado la exaltación del amor furtivo o de aquel otro que se siente a destiempo, cuando ya no se le espera. Sin embargo, lo importante no son las relaciones amorosas que viven, sino todo lo demás que experimentan al arriesgarse en y por esas historias. Ahí es precisamente dónde quiere indagar Becerra, quiere sondear los límites del ser humano, que con frecuencia se diluyen hasta confundirse con los elementos meteorológicos o con los objetos que rodean al sujeto en cuestión. El acontecer se disuelve en su contexto, convertido entonces en espejo del personaje en cuestión. Es ahí donde es difícil saber hasta qué punto la magia actúa para que el mundo se adecúe al individuo o si bien es el individuo que, con su propia fuerza, invoca a una magia secreta para transformar su entorno.
Fiamma dei Fiori y Martín Amador –de nuevo unos nombres connotativos, en el caso de él más obvio, puesto que será el protagonista masculino el primero que creerá descubrir la pasión amorosa más allá de su matrimonio; y más sutil en el caso de ella, puesto que hace referencia a otro de los aspectos muy presentes en la obra de Becerra: su fascinación por la cultura italiana, por sus ciudades y el hervidero intelectual que supusieron los reinos italianos durante el Renacimiento. En Becerra el lector halla la revelación que siente el adolescente al descubrir por primera vez obras como las de Michellangelo, Giotto, a quien rinde un especial homenaje en su último libro, o Botticcelli– viven una tranquila y cómoda historia de amor que se refleja en unos años de apacible climatología, que se altera justo en el momento en que la crisis de su matrimonio se hace evidente: “La escena era apocalíptica, espeluznante. Fiamma y Martín presenciaban mudos el espectáculo. Durante los años que llevaban juntos nunca habían vivido la furia del viento de Garmendia, pues coincidía que desde su boda, salvo algunos episodios aislados, el tiempo en toda la región se había tranquilizado. Ahora parecía que los desasosiegos ventiscos habían vuelto para acompañar los desasosiegos que empezaban a soplar en sus almas”. La inclemencia meteorológica continúa su particular movimiento in crescendo mientras la pareja transita su particular descenso a los infiernos, hasta que al final, la espléndida Garmendia del Viento, un trasunto de esta espléndida ciudad que nos acoge, Cartagena de Indias, en la que además –de nuevo según sus propias palabras– Becerra también pone algo de la Barcelona en la que ahora reside y de la Florencia que tanto la fascina, pues en su mágica Garmendia, el malestar se va fraguando y cultivando hasta que estalla en una espectacular nevada negra que coincide con la separación de la pareja: “En ese momento, la furia inverniza que se encontraba agazapada y contenida fuera se desató de golpe enfurecida, rompiendo en su ventisca energúmena los cristales de todas las ventanas del restaurante; inundando el lugar de una gélida nieve negra que comenzó a manchar de azabache los blancos manteles del restaurante. A partir de esa noche, Garmendia del Viento vivió un luto inclemente. Durante cuarenta días y cuarenta noches no cesaron de nevar negruras que venían de un encapotado cielo embravecido”.
En su segunda novela, El penúltimo sueño, el pensamiento mágico que se convierte, asimismo, en una visión mágica de la realidad, continúa en los mismos términos, dando forma a y consolidando un estilo y una estructura narrativa, una escritura de las que Becerra ya no se podrá desligar. Al abrir las páginas de este libro no hay que esperar demasiado para encontrarse con esta particular forma de ver el mundo, puesto que el componente mágico que manifiesta unos sentimientos ya se encuentra en las primeras páginas, en la primera escena que abre la novela, con la imagen de los dos ancianos en el suelo, cautivos en un abrazo imposible de deshacer: “Yacían en el suelo con la inequívoca sonrisa del amor en sus labios; entrelazados en un abrazo solemne y silencioso; con sus trajes inmaculados de novios primerizos, de blanco hasta los pies vestidos”. En la historia de Joan Dolgut y de Soledad Urdaeneta –obsérvese cómo el apellido Dolgut, dolido en catalán, condena a su portador a una vida repleta de insatisfacciones, de la misma manera que nada bueno se puede esperar para alguien que se llama Soledad, a menos que tenga o dure cien años–, que a la vez es la historia de los hijos que ambos tuvieron por separado, Aurora Villamarí y Andreu Dolgut –aquí ella representando el despertar, el albor de él, también dolido–, se percibe una voluntad de crecer como narradora por parte de Ángela Becerra, que en esta ocasión se adentra en una historia más compleja por ser duplicada, al narrarse la historia de dos parejas, pero además también complicada por hallarse en un contexto muy concreto: el de la España inmersa en una guerra civil y el la Europa encaminada a la Segunda Gran Guerra de un siglo demasiado pródigo en estas tragedias. En este sentido, cabe destacar que la escritura de Becerra continúa siendo muy colombiana, por su exaltación de la naturaleza, por su apego a la tierra, por reivindicar una tradición y una memoria muy diferente a la europea y, sobre todo, porque Colombia sigue siendo uno de los escenarios fijos en las novelas; sin embargo, con esta inmersión en la guerra civil española y en las condiciones de vida de los exiliados hay un deseo también de vindicar y homenajear la cultura y la tradición de la tierra en la que vive ahora, abogando por una fusión literaria de dos maneras diferentes de ver el mundo. Barcelona y Colombia. De todo lo expuesto anteriormente no se debe inferir que haya un gran cambio en su visión del mundo, que continúa sometido a los dictámenes de los sentimientos, que a menudo se revelan como fuerzas ocultas, misteriosas y desconocidas incluso para sus poseedores.
En el caso de El penúltimo sueño buena parte del simbolismo recae o se fundamenta alrededor de la música. Joan Dolgut es “el pianista de olas” y la joven pareja que fueron Dolgut y Urdaeneta establecen un pacto que durará siempre alrededor de la música y de un piano, que adquirirán también una fuerza especial. Así, una vez su relación parece haberse roto para siempre, sólo les une una melodía que parece flotar eternamente en el aire: “Esa noche, la lluvia golpeaba los cristales de una manera distinta; gotas de piano de su pianista interpretando Tristesse. Soledad las escuchaba deslizarse sobre el vidrio con nitidez líquida. Sentía a Joan junto a ella, y más imposible que nunca. No pudo cenar… ni dormir. Pasaría todas las horas en blanco, con el corazón agitado y un presentimiento indefinido”. En esta celebración de la música, de la capacidad de este arte para, a la vez, ofrecer conocimiento al ser humano y despertar sus emociones, de nuevo se manifiesta el humanismo y la fascinación por las diferentes manifestaciones del arte que siente Ángela Becerra. De formación totalmente autodidacta en este ámbito, algo que manifiesta sin rubor y reconociendo el placer que supone cada nuevo hallazgo, Becerra invita de manera genuina a sus lectores a la fiesta que supone para ella el descubrimiento del arte, las revelaciones de la música. Si en su última novela, Lo que le falta al tiempo, esta celebración está llevada a su expresión máxima, en las anteriores ya está presente con fuerza, como en el escultor David Piedra –otra vez un apellido en absoluto inocente– de De los amores negados o en la música de Dolgut aquí.
En la mayoría de las ocasiones, cuando aparece la magia de los sentimientos o del pensamiento transformando la realidad, sucede de una manera natural, es decir que fluye de la narración sin estar acompañado de una explicación de la escritora para justificar por qué lo hace. Sin embargo, en el caso de la música en su segunda novela, el simbolismo del piano se hace explícito en la narración en boca del propio Joan Dolgut: “Al regresar de la cocina con el ingenuo regalo escondido en su puño cerrado, Joan encontró a Soledad sentada en la banqueta del piano. Entonces, se sentó junto a ella, tomó su mano derecha y besó una a una las yemas de sus dedos, colocándolas a continuación sobre las teclas del piano para hacer la escala del do. El pulgar apoyado en el do, el índice en el re, el cordial en el mi, el anular se lo hizo dejar en alto sobre el fa, y por último, el meñique en el sol.
-Ésta es la tecla central del piano. –Joan le señalaba la misma tecla donde ella acababa de escribirle su mensaje, donde su dedo continuaba extendido sin rozarla.
-Cualquiera de mis sonatas inventadas necesita de ella para vivir. Es el fa.
Hizo sonar cada una de ellas: do, re, mi… y al llegar a ese punto, Joan cubrió los ojos de Soledad con una mano y con la otra, delicadamente, deslizó en su anular el anillo que acababa de hacerle, diciéndole:
-Si me faltara ésta, mis sonatas se morirían. Este anillo, ángel mío, es para que nunca lo olvides.”
La imagen del piano incompleto sirve a la autora para hacer reflexionar sobre la capacidad del ser humano para aprender a vivir en una existencia incompleta, para continuar adelante cuando falta algo importante. Es precisamente contra esa inconclusión y contra la insatisfacción que produce contra lo que se rebela Becerra, como ya dije al inicio de esta exposición, y contra lo que quiere que se rebelen sus personajes, aunque sea tarde, ya inmersos en la vejez, como en el caso de Soledad y Joan. La pasión de él por tocar el piano, aunque sea sin el fa, no es más que, como en el caso de ella, que lo abandona todo por ponerse a bordar, una búsqueda de lo que se perdió en el pasado, una manera de recuperar lo que se siente propio.
En esta búsqueda, los personajes cuentan con otro elemento a su favor: el azar, ese fatídico compañero de viaje que posee la misma facilidad para estropearlo todo como para solucionarlo súbitamente. Así el azar es importante, como lo es en la propia existencia, ya que no hemos de olvidar que todos dependemos de la casualidad que supuso que un espermatozoide en cuestión fecundara un óvulo cualquiera. Es el azar el que hace que la profesora de piano del nieto de Joan Dolgut sea precisamente la hija de Soledad Urdaeneta, la misma casualidad que provoca que Pascal, en Lo que le falta al tiempo, sea el hijo de Cádiz y acabe enamorándose de Mazarine y consiguiendo que ella acceda a convertirlo en su compañero. Es cierto que el papel decisivo que desarrolla el azar o la casualidad en el desarrollo de la trama podría restarle verosimilitud a la historia, dado el funcionamiento empírico y completamente fundamentado en la indisociable relación de causa-efecto y en el cálculo de probabilidades que predominan en el pensamiento humano contemporáneo, pero éste es otro de los retos que Ángela Becerra quiere asumir, consciente de que hay pocas probabilidades de que ciertas cosas suceden, pero también de que, sin embargo, suceden otras miles de casualidades en la vida de cualquiera que nadie podría creerse y de las que, en cambio, todos poseemos y podemos explicar más de una. Como el amor, la pasión, la tristeza y la nostalgia, las casualidades existen, lo único que sucede es que en estos libros están puestas de relieve. Tal vez, esta valentía y esta apuesta por hacer evidente su pensamiento mágico es lo que más diferencia y distancia a Ángela Becerra de otras escritoras, mujeres que se deciden a hablar abiertamente de sentimientos y relaciones en su literatura.
En la evolución que está siguiendo Ángela Becerra, de la que ha avanzado tan sólo unos pocos pasos de los muchos que promete, algunos de los aspectos que he venido comentando hasta ahora, en su última novela, Lo que le falta al tiempo, llegan a su máxima expresión, como es el caso de la fascinación por la pintura y las posibilidades expresivas del arte. La historia central es la de Mazarine y Cádiz, él un pintor consolidado, respetado y cotizado no sólo en la ciudad de París, cuna del arte, sino en todo el mundo, y ella una estudiante de Bellas Artes que ha encontrado el punto débil del artista endiosado. Además de seguir aplicando su particular pensamiento mágico, en esta novela apunta una novedad interesante con respecto a uno de los elementos también presente en las anteriores novelas pero en el que no me he detenido todavía: la espiritualidad.
De hecho, el poder de los sentimientos y de las voluntades que vindica Becerra se puede considerar una suerte de espiritualidad, puesto que existe una fuerza superior, a veces que emana del mismo ser humano, que interviene sobre la Naturaleza y la realidad. Esta nueva espiritualidad discurre paralela a la religión católica, que Becerra ha tenido presente en todas sus novelas para indagar en ella por lo que tiene de disciplina útil para organizar, catalogar y dar forma a las expresiones anímicas –en referencia al alma, al ánima–. De sus novelas no se desprende ningún catolicismo adoctrinante, pero sí una profunda curiosidad por lo que puede revelar, ya sea positivo o negativo. La espiritualidad que interesa a Becerra se acerca a la que profesan los Arts Amantis de su última novela, los amantes del arte, pero libre de dictámenes y de fanatismos, por los que precisamente acaba condenándolos a la extinción. La de Becerra es una espiritualidad donde la pasión, la belleza, la pureza entendida como lo genuino que respeta la esencia del ser humano, la sensualidad y las emociones tienen un papel primordial. Ésta se ve en la pasión que Cádiz siente por su obra, en la que Mazarine siente por su maestro, en la frustración que siente Sara porque sus fotografías ya no le satisfacen y porque ya no se puede comunicar con su marido y en la exaltación de los sentidos que provoca La Santa en todos aquellos que se acercan a ella. Todo esto no es más que lo que yo he querido llamar pensamiento mágico y otros han etiquetado como idealismo mágico llevado a su máxima expresión. Alrededor de La Santa se dan múltiples prodigios, pero sólo porque es capaz de infundir la fuerza y la seguridad necesarias a quien la observa para que se decida a hacer realidad sus deseos, aunque a veces éstos contravengan todas las leyes que dicta el sentido común, la razón o los imperativos sociales. El libro está repleto de imágenes que podrían servir como ejemplo de lo que digo, como es la casa verde que se puebla de lavanda cuando el cuerpo incorrupto de La Santa se halla en su interior, pero me detengo en la imagen de los frágiles pies de Mazarine desnudos caminando por las calles nevadas de París. Es la imagen del desamparo, de la vulnerabilidad, de la fragilidad, nadie en su sano juicio lo haría y por eso resulta casi inverosímil; pero, a la vez, es la imagen de la decisión, de la fuerza de la voluntad y del sueño, es la expresión de un deseo casi infantil de que las cosas no sean como inevitablemente son, excepto cuando se lee a Ángela Becerra y ésta salva de la realidad a sus lectores.

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Ángela en el diario ADN

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Semanalmente podemos leer las fantásticas columnas de Ángela en este diario de más de un millón de ejemplares.

Ángela Becerra

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