Camarera en Playa Jondal por Ángela Becerra

Esta mañana me llevé una grata sorpresa al ver en la portada de el diario "El Mundo" un avance de un reportaje escrito por nuestra querida Ángela. El artículo esta muy, muy bien. Aqui os lo paso. Julio Monje.

TRABAJOS DE VERANO





Camarera en cala Jondal Como un equilibrista de circo, con precisión y perfecta geometría, la escritora aguantó el tipo durante dos días en un chiringuito de los de «nivel». Además de caminar sobre la arena con una bandeja de un lado para el otro atendiendo las exigencias de quien cumple con el sueño de vivir, tuvo que enfrentarse a la tentación de no sucumbir a la magia de la noche ibicenca.
Por Ángela Becerra.





¿Qué trabajo será ése en el que no puedes parar de caminar mientras tus pies se hunden a cada paso, tus brazos se agotan transportando pesos en plan equilibrista de circo chino, tus poros se mueren de sed soportando temperaturas de hasta 40 grados? ¿Quiénes serán estos clientes que permanecen estirados en hamacas y en camas redondas, ellas sin más vestuario que un diminuto tanga y ellos mostrando al desnudo sus contornos epidérmicos, algunos con perfiles capaces de reventar termómetros y elevar aún más la temperatura del ambiente? ¿Qué lugar será ése en el que no hay techos, paredes ni suelos?
Si te toca el turno de día, te cubre un azul tenue, de cielos amamantados de soles bochornosos y ociosos, y tal vez alguna brisa despistada de horas. Si te toca el de la noche, te arropan todas las constelaciones del infinito, esos puntos de magia eterna que la ciudad ignora.
Y si hablamos de muros, uno es líquido, azul y majestuoso, atrae y domina, respira olas y se despeina en espumas. Los otros se llaman rocas y pinos. Hermosamente alborotados, pertenecen a esos fragmentos de naturaleza vibrante de esplendor y holgazana furia mediterránea.





Y para terminar, el suelo. Después de tanto parqué, asfalto y baldosa sufridas, de tanto tacón y bota oprimidas, siento la libertad de mis sandalias hundiéndose en ese suelo dorado y cálido, arropador y femenino, esa arena que marca y perfila el límite entre la vida verde y la vida azul.
La gran pregunta es: ¿Quién es capaz de poder trabajar en un sitio así?
Un, dos, tres... ¡Empieza el espectáculo! Mi trabajo es en Ibiza, es en la playa y concretamente es en Cala Jondal. Y he venido para hacer de camarera, no de la «camarera de mi amor» del cha-cha-chá, sino de la camarera del curro y el sudor, de la propina y el «sí señor».
Estoy en uno de esos lugares que hasta ahora todos conocíamos como chiringuito, aquellos entrañables cobertizos, de paellas al por mayor, sangría sangrante de toro, tumbonas de plástico duro y sombrillas diseñadas a gajos con los colores del parchís. Pero en el que estoy nada de eso está. ¿Será el nuevo chiringo del siglo XXI? En un mundo en el que todo cambia, la evolución también tenía que llegar a las playas que –no nos equivoquemos– en España son materia prima de interés internacional y grandes configuradoras del producto interior bruto y bronceado.
He llegado al Blue Marlin, el lugar que se me designó, un chiringuito con estatus de Beach Club que, como su propia traducción indica, significa club de playa. Quizás porque antes de dedicarme a la literatura viví sumergida durante 20 años en la creación publicitaria, pienso que esta manera de abordar y trabajar la playa es, como diría el eslogan, «el futuro que viene».
Empiezo a observar, a indagar, todo me sorprende. En un beach club no hay encargado o amo: hay manager. No hay televisor o macro radiocasete portorriqueño: hay DJ, síntesis del Disc Jockey. No hay tumbonas: hay camas cuadradas y, si lo prefieres, redondas. No hay cocina típica: hay una refinada carta de sabores mediterráneos con detonantes asiáticos. Hay tipos que te preparan el cocktail que te eleva el espíritu y masajistas que te lo relajan. Hay una tienda con refinados diseños en plata y lino, y está lleno de gente maravillosa con la que conviví, sudé, reí e hicimos migas y bromas.
Son franceses, italianos, brasileños, mexicanos, argentinos, suizos, daneses, uruguayos, holandeses… incluso hay alguna hermosa ibicenca y, durante un día y una noche, la que esto escribe. Todos ellos son guapos, buenos cuerpos, cerebros ágiles y abiertas sonrisas, ¡felices con su trabajo y felices de trabajar allí! Alucinante. De entrada me costó entenderlo. Pero a medida que fueron pasando las horas lo capté.
Ahora vas a saber lo que es trabajar. Turno de día. Son las 11 de la mañana. El chef, Danilo, un argentino de 33 años que sabe sonreír muy bien, nos ha convocado a todos los camareros y cocineros, unos 20 en total, a su reunión semanal. Es en la playa, porque a esta hora todavía no ha llegado ningún cliente.
Danilo nos explica las novedades de la semana. Estrenaremos dos entrantes y tres segundos amenizados con lima kefir, citronella y galanga, que es el jengibre blanco tailandés. Es su idea fija, nos la repite e insiste, del maridaje. Ese tipo me gusta –culinariamente, claro–. Mezcla Mediterráneo y Asia. Y a los camareros nos trata como a su equipo, porque nos repite que la cocina y los camareros deben ser uno solo, porque la cocina acaba en la mesa del cliente.
Geraldine, una camarera de Montevideo –28 años, antes teleoperadora en Barcelona, antes estudiante de diseño de moda en Uruguay, antes camarera en otros lugares del ancho mundo– me comenta en voz baja que esta forma de entender los cocineros a los camareros es «¡bárbara!», que lo normal es que sean dos bandos enfrentados, en ocasiones incluyendo la ebullición y el despellejo mutuo.
Ahora hay que preparar las mesas de la playa. Primero limpiarlas y después montarlas. Manteles, cojines, cubiertos… Con precisión y en perfecta geometría. Se me rompen unas cuantas copas y todos ríen. «No pasa nada, Ángela», me dicen. Cada día rompemos unas cuantas, es tu bautizo. Recogemos los cristales con cuidado mientras escuchamos a la jefa.
–La playa debe ser enemiga de la vulgaridad.
Maribel, nuestra jefa, viene de trabajar en «una estrella guía Michelín» de Euskadi. ¡Mucha sonrisa pero poca broma!
A las 12 comemos en la trastienda todo el equipo de restauración. Pero antes me han quedado 10 minutos con interrupciones para hablar con uno de los beach boys, un equipo de cuatro que se ocupa de servir en la playa a unos clientes que oscilan entre el Dom Perignon a 190 euros y uno de los nuevos vinos blancos ibicencos muy ajustado en todo. Es Ramiro, un guaperas integral de 32 años, puro Buenos Aires, puro orgullo y calidez, pura inteligencia diletante. ¡Argentina al poder!
¡Y cuánto poder! Me comenta que en el Blue Marlin ha cogido moreno albañil, que es un daño colateral que le encanta y encanta.
–Cada noche –me dice– recibo entre dos y cuatro proposiciones de «vamos a la cama que hay que ir a follar». Primero te preguntan que adónde pueden ir cuando cerremos, después que por qué no vamos juntos, y las más lanzadas que por qué no empezamos ya. Una de las propuestas más geniales fue anteayer. Eran dos parejas de holandeses, unos abuelos y unos padres cincuentones con una hija hermosísima de unos veintipocos años. Se les veía forrados de pasta. Al acabar la cena, el padre me dijo que su hija no se atrevía a pedírmelo porque era muy tímida y por eso él, en su nombre, me invitaba la noche siguiente a una barbacoa en su supermansión y, si me apetecía, a quedarme a dormir con su hija.
–¿Y tu qué, Ramiro?
–Yo, indemne –me contesta con su fresca sonrisa porteña–. Quien de verdad me interesa es Maribel, pero no me hace demasiado caso. Yo cada día le dejo, en plan anónimo, un ramo de flores en el container de frío. Algún día sabrá que es mío. Ángela… ¿tú no podrías insinuarle lo mucho que me gusta? ¿Y la pareja tan cojonuda que haríamos si ella quisiera?
¡Por supuesto que acepto! Nunca habría imaginado que, entre mis trabajos, también estaría el de camarera-celestina. A media tarde se lo comento como al descuido.
–Ramiro me parece un tipo excelente… De verdad que hacéis una bonita pareja.
Creo que Maribel se la huele, pues después de escucharme me observa con sobriedad vasca.
¡Quién sabe como andarán ahora!... Esto pasó hace 20 días, y 20 días en verano son muchos días, ya se sabe que «cuando calienta el sol, allá en la playa, se siente el cuerpo vibrar…»
Llega la acción. Ya son las dos de la tarde y empiezan a ocuparse las mesas. Unos vienen de la isla, pero muchos se levantan de sus camas en la playa, por las que –de momento– han pagado 70 euros por un día.
Ahora el ritmo se ha vuelto frenético. El sol me exprime hasta los 42 grados, los clientes piden y piden, hay que ir a la barra de cocktails y darle prisa a David, ojos de hielo, un mocito holandés de 25 años y facciones de telefilme de lujo, para que te dé salida a todas las caipiriñas, mojitos, sangrías y refinamientos alcohólicos que los clientes no paran de pedirme. Menos mal que en esta barra te refresca una permanente lluvia de vapor fresco que cae desde el techo cubierto. ¡Puro chiringo del XXI!
Es duro ser camarera en un lugar de éxito, os lo aseguro. Mi inglés macarrónico no da abasto. Mis dedos se agarrotan bajo la bandeja. Los platos se me deslizan y pierdo el equilibrio. A veces capto los pedidos y otras no.
Hay clientes remilgados que cambian los acompañamientos y otros que despilfarran simpatía porque se les ha subido la caipiriña a la zona oscura del deseo. Hay propinas que brillan por su ausencia, voces que piden, piden y piden porque para eso están: para ser atendidas, y cuanto mejor atiendas, más a gusto se irán y más veces vendrán.
Pero si hay buen ambiente, y aquí el ambiente sobra, también encuentras tus alicientes: cada vez que cruzas cargada de sashimis de salmón marinado, escalopas de foie gras fresco con peras de Pedro Ximénez y magnums de Murrieta por delante de Zappi, el DJ de 47 años con 17 de historial en la isla, el alemán te sonríe mostrándote sus colmillos de playa mientras va pinchando lo más cálido de la música chill-out.
Cada vez que desfilas sobrecargada de platos sucios por delante de Silvio o de Joseph, un brasileño y un sueco que no paran de dar masajes hawaianos o suecos delante de todos, nuestros cruces de miradas de divertida complicidad son un masaje de reflexología para mis pies cada vez más exhaustos.
Y así llego a las seis de la tarde.
«Mañana harás el turno de noche», me dice Mattia, el manager milanés de 33 años, hijo de la condesa Pinina Garavaglia, quien de pequeño iba de vacaciones a la isla con su madre y ahora ha vuelto al lugar de sus sueños infantiles.
Y añade: «Comparado con Italia, este país es mucho más potente. Aquí aún se pueden hacer realidad proyectos como éste. Yo y todos los que aquí trabajamos creemos en España y nos sentimos parte de ella. Esta isla es una mezcla de culturas, clases sociales e ideologías que no compiten, porque por encima de todo lo que queremos es vivir y dejar vivir. Y mi misión es ofrecer lo máximo en bienestar y servicio durante las horas que mis clientes pasan en la playa».
La noche es más de lo mismo, con la diferencia de que lo que el sol descubre, la luna insinúa y encubre. Se desgarran los escotes, se bajan las cinturas de los pantalones, se instaura una paz con hambre de sexo iluminada por antorchas. Las conversaciones son más lentas, las risas más retardadas, las miradas más profundas.
Pero a mí, Ángela Becerra, fiel camarera por dos días, lo que me toca es currar. De lo lindo y para todos esos lindos, algunos multimillonarios que tienen su yate de 25 metros anclado frente a la playa, algunos con su utilitario de alquiler en promoción aparcado tras los matorrales.
A su manera, todos están cumpliendo uno de sus mejores sueños: el del goce de vivir. Y servidora, fatigá y feliz, porque si aquí siguiera mi sueldo sería de 1.500 euros al mes, propinas aparte que se dividen por igual entre todos. O sea, que dentro de lo que da el gremio, y aunque con contrato de sólo unos meses porque en Ibiza el invierno es para invernar, me podría sentir como la bien pagá.
¿Será por eso que, además de saber trabajar, saben sonreír? ¿Porque se sienten considerados y respetados? ¿Porque han sabido entender el estilo tan peculiar de un negocio donde el jefe te da responsabilidad y te estimula, donde todos se sienten un poquito parte de la familia?
La clave me la da Bianca, la única isleña –ibicenca para más señas– que trabaja aquí conmigo.
–Siento que estoy en un gran escenario –me comenta cuando todo ha terminado–. Algún día abriré mi propio negocio, pero de momento voy aprendiendo y además, me estimulan. Aquí se olfatea constantemente un potente intercambio de culturas. Los payeses no cuidan tanto los detalles ni la estética… y yo me siento de este siglo, ¿sabes?, del XXI.
Y bien agotada y contenta de haber compartido y vivido tanto a ras de arena, una regresa a Sa península pensando en «¡qué grande es ser o sentirse joven!».
Ángela Becerra (1957) abandonó su profesión como publicista tras ejercerla durante 20 años. Desde entonces, se ha dedicado de lleno a la literatura. Sus novelas han cosechado grandes éxitos: «El penúltimo sueño» recibió el Premio Azorín en 2005. Su último libro es «Lo que le falta al tiempo» (Edit. Planeta, 2007).






Clickeando sobre la imagen del reloj podrás ver un fabuloso video publicitario de Festina en el que se narra un poema de Ángela Becerra. Sin duda este video consigue emocionar al espectador. Que bonitos versos, Ángela. Julio Monje.

Ángela en el diario ADN

Ángela en el diario ADN
Semanalmente podemos leer las fantásticas columnas de Ángela en este diario de más de un millón de ejemplares.

Ángela Becerra

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