No tenemos una edad, tenemos dos: la física y la mental.
A pesar de que ambas siempre nos acompañan, viven autónomas y pueden ser bien distintas la una de la otra; todos conocemos niños adultos y ancianos adolescentes, cincuentones juguetones y veinteañeros trascendentes. Uno puede tener a la vez 18 y 30, 50 y 20.
La edad física, por su propia visibilidad, siempre concreta y limita. Apostamos por la tersura o la arruga, dependiendo del estado de nuestra propia piel: los jóvenes con los jóvenes, los jubilados con los ídems...
La edad mental, por su naturaleza invisible, en ocasiones amplía esa capacidad de conexión; el joven vibra con el viejo rockero, el adolescente venera al anciano profesor, el niño se alza con sus mayores. Se admira el contenido, no el contenedor.
Eso sólo ocurre cuando desde una mayor edad existe un deseo de aproximación a los jóvenes, con una sincera actitud de entender y conectar. Cuando sucede, se inicia un respeto mutuo (insisto, mutuo), porque se lima el desprecio pasota o la autoridad soberbia.
El distanciamiento entre adultos y jóvenes, padres e hijos, instituciones e instituidos, demasiadas veces se produce porque ambos convierten su edad física en su barrera mental.
Y las barreras mentales sólo se superan cuando todos (insisto, todos) usan la pértiga cerebral que los eleva hasta el saber respetarse, oírse y discernir. A ras de suelo hay demasiada polvareda.
Clickeando sobre la imagen del reloj podrás ver un fabuloso video publicitario de Festina en el que se narra un poema de Ángela Becerra. Sin duda este video consigue emocionar al espectador. Que bonitos versos, Ángela. Julio Monje.
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