El día que llega la gran ventolera hay que tratar de no volar. Cuando todo se agita hay que pisar tierra firme, atrancar puertas y ventanas y esperar que pase la mala corriente.
Pero el viento más devastador no se configura en los cielos. Toma forma, se dispara e incluso arrasa desde la cumbre de nuestro ser: en el propio cerebro.
Todos, en algún momento, somos provocadores o víctimas de huracanes. Circunstancias que creemos ultrajantes, inadmisibles o inexplicables arremolinan nuestra paz y nos impulsan a romper equilibrios, rasgar opiniones y defecarnos sobre todo lo vivido, construido y amado.
El huracán personal, como arrebato de ira y contundencia que es, siempre gravita sobre una excesiva adrenalina de tensión, esa gran polvareda que ciega la visión y anula la dimensión.
Cuando sucede (siempre llega el día en que sucede) es absurdo, en plena ventolera, tomar decisión de nuevos vuelos, porque la ira paraliza el entendimiento y corroe el amor.
Por eso es tan importante blindar el cerebro y esperar el fin del huracán sufrido o provocado. Permitir que la noche, que es el telón de los días, se haya levantado y redescubrir la luz de nuestro más luminoso y sereno clima personal. Y entonces decidir. Mirándose a los ojos. Sin rencores que lastren, ni odios que cieguen. De clima a clima. Cargados ambos de la energía más eficaz: la de la razón sin ira.
abecerra@adn.es
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